Las luces ámbar me visitan.

No es común que yo despierte temprano, y en realidad no es que lo haya hecho. A veces tengo el sueño tan pesado que, sueño tres o cuatro veces con despertarme para ver si así me responden las piernas. Cuando era pequeña, y mis padres no debían recurrir a alarmas porque, mis deseos de ver y caminar eran tan grandes que mi cama no los detenía, las luces ámbar eran el espectáculo que me hacía sentir el universo en las tripas y la alegría untada en los ojos. 

Mi casa siempre ha sido una cueva con temperaturas erráticas, hay veces que pienso que mi ceguera es la evolución de mi cuerpo al ambiente. Pero a pesar de todo lo oscuro y lo fría o calurosa que sea mi casa, cada ciertas mañanas se cuelan esas luces, se estampan con la pared y se graban a mis recuerdos. Una pequeña filtración hace eco en las paredes y me llama a observarla unos segundos antes de morir y difuminarse entre la luz blanca y mañanera. 

Las luces color de ámbar son para mi un regalo, una dosis de lo que he olvidado, son como los días que realmente quieren vivirse, que quieren comerse. Las luces ámbar aderezan semanas malas, años malos. Se cuelan, adornan las paredes. Su forma etérea no les impide tirar de las piernas flojas y de los párpados colgados por el insomnio. 

Y aunque hoy he hecho trampa y no me he despertado porque simplemente no he dormido, los depósitos de miel en las paredes me ayudarán a andar unos meses en el estómago de los pájaros.  

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