Incierto.

¿Cuánto tiempo he de dejar pasar para dejar de acordarme? Desde pequeña he tenido grandes memorias, recuerdos mentirosos, pasajes intrascendentes con pinta en la primera plana. ¡Ay, dios! Que mal es este don de la memoria que me sirve casi siempre equivocadamente. Por ahí en los aires neuronales alcanzo a pescar una que otra cosa de la escuela; una fórmula chicharronera, unos años con cabezas y a veces, cuando la lucidez es mi compañera, palabras e ideas. Mas no es lo único que retiene porque a veces uno mismo se hace presa de su sortilegio. Esto de recordar debería de ser un arte y por desgracia, yo pinto sola mi muerte. Las memorias me recuerdan que estoy viva, casi muerta. Que me gusta hablar con los árboles porque me confiesan como es que siguen creciendo aún sin primavera. 

El recuerdo me ahoga con sabores desagradables; el de la salsa cruda, el del hierro de la sangre. Revive sabores de boca y  lo deliciosos que eran algunos días. A veces, sólo a veces, cuando la sed desaparece y me encuentro a solas con el agua de frente, sé que nada es transparente, ni mis recuerdos, ni mi mente, ni el agua ni el tiempo. En microsegundos debato la nula existencia de la transparencia y me contradigo afirmando que existe porque la niego. Sin embargo, la síntesis no tarda otros cuantos segundos en hacer acto de presencia, y aseguro que la transparencia es todo aquello que se manifiesta ante nuestros ojos que la rodean en círculos dándola por hecho. 

Sí. El alma, la mente, los recuerdos, el amor y la vida van con adjetivo de transparencia a los costados. Uno ve todo, ve las marcas y el horizonte que representa; la transparencia se queda quieta y muere a parpadeos. Es engañosa, capciosa; como dirían los profesores de primaria. Porque se llega a ver todo a través de ella, sin llegar a saber lo que en ella se esconde.

Así es como te veo y te recuerdo: transparente,  porque este veinte por ciento de vista que tengo no me deja siquiera ver los lentes, mucho menos saber en dónde empiezas y dónde termino. Terminamos.

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