La eternidad muere contigo.

La eternidad aterra y tienta a todos, se le antoja a las almas completas, a aquellas que se han vuelto una. No hay eternidad para quienes no han logrado resolver el rompecabezas del amor o para quienes lo resolvieron y les arrebataron una pieza.

La eternidad asusta porque no se conoce, sepa dios cuando termina y sepa el inmortal cuando va conocer a dios. También tiene dos causas intrínsecas: ser premio y ser castigo. Por una parte, vemos a los desdichados; aquellos a quienes se les ha sido conferida la vida sobre la vida, a cambio de un tormento insostenible. No pueden amar con la misma longevidad de sus vidas, viven para penar y amar en el recuerdo de la vida lo que les da muerte sensible pero no corpórea. Del otro lado del espejo —que sí refleja lo tupido del alma por el amor— están aquellos bienaventurados que viven la vida eterna como solía ser la vida mortal, que por cierto, ¿que no es vida sinónimo de mortal y automática contradicción de eterno? 

La eternidad entonces ya no es vida y la es toda. Es el miedo a la muerte, pero no la de uno mismo, la de aquellos que hacen nuestra vida. Es miedo a quedarse solo, temor a un vacío que ni si quiera el tiempo puede completar. La eternidad es sueño convertido en pesadilla cuando alguien deja de aparecer en él. Ella simplemente segrega, aísla, cuenta los pasos, los borra y los vuelve a pisar: es monotonía interminable.

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